Pelé y Maradona
ELLOS DOS...



El pueblito tiene nombre de club de barrio, olor a potrero y sonido de fútbol, casi una premonición: Tres Corazones. Es poco más que una aldea del estado brasileño de Minas Gerais, una rica región con diversificada producción. Pero en Tres Corazones, entonces y ahora, solo se producía gente pobre. A las tres de la mañana del 23 de octubre de 1940 nacía allí un niño, sin pan bajo el brazo y con el protocolo previsible de un futuro de penas y olvido. Su cuna fue una choza con techo de paja y paredes de cartón y lata, diseño sucinto de las viviendas de una villa de pobres. En Río, ya las llamaban “favelas”, pero en el país verde e interior del Brasil, pauperizado por las consecuencias de la Segunda Guerra Mundial, eran las casas comunes, no merecían mote descalificatorio, correspondían a la común realidad. El niño negro, flaco, escueto, es bautizado como Edson. Edson Arantes do Nascimento. Subrepticiamente, por esas piruetas del destino, se estaba abriendo un cuaderno para iniciar una historia.
Infancia obvia, de navidades tristes y ausentes Reyes Magos, con escuelas lejanas y módicas, el niño aprendió todos los ceros que ignoraba. A falta de entrenamiento, se alió a una pelota, hizo del campo afuera y del baldío su residencia habitual.
A los doce años es un adolescente a medio hacer. Trabaja en una estación de servicio en un pueblo cercano, Baurú, y sus amigos lo apodan “Gasolina”: a los 15, con hazañas futboleras que se agigantan en la geografía, debutará en Primera y merecerá el apodo que lo distinguirá para siempre. Será Pelé, el rey del fútbol, el mejor, el inaugurador y codificador de formas y estilos. Dinamizará la actividad, la extenderá hasta límites insospechados, llamará a exageraciones pergeñadas por millones de aficionados, convocará a miles de detractores. Dará identidad mundial a una institución casi desconocida, el Santos; llevará a un país entero a la vidriera mágica del deporte y del talento.
Porta Pelé, ya, un físico importante, lustroso, compacto, con flexibilidad de caña al viento, con el movimiento coreográfico y silencioso de un mimbre. Entre los genes y el trabajo atlético se ha modelado un cuerpo perfecto para la práctica del fútbol. Tiene un cogote para sostener dos cabezas y una cabeza para ver toda la cancha. Ojos en la espalda, intuición para el peligro físico, coraje para enfrentarlo. Los golpes que recibió en la cancha desde niño, escarapelas que da la habilidad, lo hicieron taimado, temido por la dureza de sus codos, capaces de provocar estragos en cada salto. Marca los límites a sus adversarios, los pone en situación sin gritos, sin denuncias, sin quejas. Recibe y devuelve, a veces con buen interés. En el ´58, en Suecia, tiene 17 años y lanza su primer órdago a lo grande. Sería irrespetuoso pretender que él gana ese mundial, pero el mundo comienza a creerlo así.
En el destemplado invierno del ´58, la familia Maradona sigue las alternativas de ese Mundial desde la radio, un pequeño y único lujo que se permiten en un símil de casa que ocupan en Villa Fiorito, instalada donde el barrio se subleva. Comparten la sensación catastrófica que invade al país futbolero por la confrontación con la realidad, producen una acerada radiografía de la derrota. Seguramente eligen a Pelé como símbolo sobreviviente del naufragio de un estilo que se extinguía para siempre, el fútbol casi amateur practicado con la prepotencia solitaria que da el talento y con ausencia de la preparación atlética. Los Maradona y los miles de Maradona que seguían el fútbol tienen ya un referente, Pelé, el muchacho que llegó desde la nada, desde la frustración, desde el vaticinio funesto. Sería Pelé el emergente de una situación ideal, el ídolo sudamericano que defiende la bandera continental y que opone su capacidad maravillosa a la tenacidad del fútbol allende los mares.
Dos años después, el 30 de octubre de 1960, nacerá el primogénito, bautizado como Diego Armando, purrete de Domínico a quien lo esperará otra porción de la historia. Lo acerca y lo separa de Pelé toda una generación en tiempo calendario. Veinte años y una semana, con rigor de almanaque.
Si Pelé fue la magia, el ingenio, la chispa y la sorpresa, Maradona será la revelación, el mito, la llama, la picardía, la alegría y la consecuente tristeza. Fue el heredero y, se sabe, lo que se hereda no se roba.
Pelé fue una entidad instalada en la imaginería, detonada por el fervor de transmisiones que describían una épica malabar, a veces demasiado grande como para trasladarla al vocabulario. Pelé fue un suceso repetido como letanía, con fidelidad de feligreses, boca a boca. Sus goles marcaron hitos futbolísticos, como que el fútbol fue distinto a partir de Pelé. Fue una institución aceptada devotamente, sin incrédulos. Esa noción de perfección negra multiplicó el interés por el juego, hizo estallar vocaciones en el África, despertó del letargo a los norteamericanos, impuso al fútbol como deporte uno.
Maradona fue un hombre real, una presencia cercana y cotejable, un mito erigido en la globalización, en la era de las comunicaciones, instaurado en la pantalla concreta de la televisión. Fue el máximo referente deportivo de fin de siglo porque su hazaña fue seguida en vivo, carece de afeites y de cosméticos, está allí para ser paladeado en seco, cuando declina el entusiasmo que hace perder el sentido de la proporción.
Productos de dos mundos parecidos, ambos son dueños de distintas sobrevidas. Pelé, por estilo, por el peso de su personalidad y por la imposición muda de su pueblo, se prolongó con mansedumbre, es hoy un señor severo, con incipiente pancita, apoltronado en la comodidad de la política deportiva. Habla suavemente, pero se lo escucha desde lejos, arrastra el perfil de la gloria y cierta hipocresía de una vida ejemplar. Consolidó su prestigio, se adecuó al retiro, a un retiro muy poblado. Sigue almacenando aplausos y pocos enemigos; hoy es un emblema abandonado entre las nubes. Discretamente, ofrece su mano caliente y cansada en el mundo burgués del deporte, pero, cuando lo tocan, elige un tono obispal para defenestrar toda posibilidad de oposición a su reinado; receta moralejas que infunden un sudor frío.
Maradona, menos gaseoso, más sanguíneo, todavía pelea, se niega al monumento. Tiene intacta la pasión, está vivo, pero juega tiempo de descuento. Sobrevivió a las alternativas de una vida bien regada, pero el pasado siempre acaba dando señales de vida. Hoy es víctima de sus compresibles ambigüedades y lucha como puede frente a los fantasmas que asaltan al hombre en la cercanía de los (cincuenta): la evaluación descarnada de ciertos fracasos, la catarata de carencias que se desparraman acompañadas de cambios físicos y de ideales traicionados, la percepción de la fugacidad.
Inconformista, desobediente, contradictorio como un peleador de barricada, convoca a juicios rápidos y poco generosos, a ciertas incomprensiones producto de pensamientos lineales, para nada caritativos. A diferencia de Pelé, mantuvo intactas las mejores conductas de barrio: fidelidad a sus primeros afectos, devoción por su familia de origen. También sostuvo las banderas de su rebeldía para con todas las formas de poder y se convirtió, sin pretenderlo, en la bocina parlante del argentino averiado, del argentino sin voz que sólo intenta descifrar algunas de las preguntas sin respuesta que la realidad le impone cada día.
(…) Tiempos de ceniza y penitencia, en cuyo marco los recuerdos, los caminos y los sueños son tan fugitivos como los años. Hay que tener buena madera para soportarlo todo, hasta el amor y el éxito. Esa misma TV que fue protagonista directa de sus hazañas se transformó en el medio para el descenso. Frontal, impetuoso, con la acción delante del pensamiento, Maradona conformó desde la pantalla sus momentos más negativos, a veces flagelado a carcajadas en programas-basura. No hay redención para los hombres duros, pero su partido aún no ha terminado, hay tiempo para la última grandeza.
(...) Bajo el signo sensato y pausado de Pelé y con los lemas vitales y enérgicos de Maradona, el fútbol se inclina respetuosamente ante sus dos emperadores.

continuará...


El Futbolólogo