Beckenbauer vs Passarella
DUELO DE KÁISERES
-Beckenbauer: segunda parte-



Una vez finalizado el Mundial de México´70, al fútbol europeo y especialmente al holandés, polaco y alemán le sobrevino una etapa de total supremacía que llegó a mantenerse, incluso, hasta finales de la década. Por el lado de Holanda, entre el Feyenoord y el Ajax se repartieron las primeras cuatro ediciones de la Copa de Europa, mientras que su seleccionado logró disputar dos finales consecutivas de Copa del Mundo (1974 y 1978). A su vez, Polonia se hizo con la medalla de oro olímpica en Munich´72, con Kazimierz Deyna como máximo anotador (9 dianas) y con Gregorz Lato como figura, siendo, el propio Lato, máximo artillero de la Copa del Mundo de 1974, con 7 tantos.
Pero si estos logros parecen enormes, lo de Alemania Federal fue aún mayor. Por empezar, lograron la medalla de bronce en los Juegos Olímpicos del´72 –que debieron compartirla con la URSS tras un 2-2 en la definición por el tercer y cuarto puesto- sin contar esta vez con Beckenbauer, cuya preparación entonces debió enfocarse en la Eurocopa de ese año y en ganar la Bundesliga. En la primera, disputada en Bélgica, el Kaiser consiguió alzar su primer trofeo como capitán del combinado nacional (un equipo formidable integrado por Maier; Höttges, Schwarzenbeck, Beckenbauer, Breitner; Hoeness, Netzer, Wimmer; Heynckes, Müller y Kremers) cuya base la constituían el Bayern y el Borussia Mönchengladbach y que en la final terminó repitiendo otra vez la definición frente a Rusia, solo que esta vez con un 3-0 a su favor.



Una vez acabado el torneo, el Bayern, con Beckenbauer a la cabeza, ganó la Bundesliga y para finales de ese año el Kaiser obtuvo la máxima distinción del fútbol europeo: el Balón de Oro. Inspirado por ese logro, otra vez ganó la Bundesliga (1973).
En 1974 Alemania repitió la jugada de los mexicanos, organizando una Copa del Mundo dos años más tarde de finalizados los juegos Olímpicos de Munich. Berti Vogts, Wolfgang Overath y Juergen Grabowski, de la vieja guardia, más los debutantes Rainer Bonhof y Bernd Hoelzenbein, completaron la lista del equipo de Schön. El campeonato comenzó y otra vez Holanda y Polonia mostraron marcada ventaja sobre el resto. Alemania Federal, luego de un apretado triunfo 1-0 frente a Chile (definido con un golazo de Breitner) enfrentó por primera y única vez en un Mundial a su par del Este, Alemania Democrática, contra la que no jugaban desde que el muro separó al país. El encuentro fue emotivo, pero el equipo del Kaiser perdió 2-0 poniendo en peligro su clasificación para la segunda ronda. La situación fue tan alarmante que, según palabras del periodista alemán Raimund Hinko: “Después de perder por 1-0 ante la RDA, Franz Beckenbauer y Gerd Müller prácticamente organizaron un motín y asumieron la toma de decisiones desautorizando al propio seleccionador. Helmut Schöen ya no era el técnico (...) Y hay que decir que después las cosas fueron bien así.”
Ganaron todos los partidos, inclusive ante Polonia, sin parar hasta llegar a la final. Allí los esperaba el mejor seleccionado europeo jamás conocido: la Naranja Mecánica de Rinus Michels y del hasta entonces doble Balón de Oro, Johan Cruyff. Los dos capitanes se dieron la mano en el centro del campo, ante las cámaras. La imagen lo decía todo: “Lo ganaremos fácil... (Cruyff) Lo ganaremos nosotros (Beckenbauer)". Una escena irrepetible, preludio de una final que el Kaiser no dejaría escapar por nada del mundo.
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Beckenbauer ganó el Mundial y Cruyff el Balón de Oro, algo que no le sentó bien a mucha gente ya que ese mismo año el Kaiser también había ganado la Bundesliga y la Copa de Europa (antigua Champions League). Sin embargo, todo aquello no pareció desmotivarlo. Al año siguiente repitió la Copa de Europa con su querido Bayern -sin jugar la Intercontinental, como ocurrió en el´74- y ya para 1976, la volvieron a jugar, la volvieron a ganar y entonces sí aceptaron el desafío de enfrentar al Cruzeiro de Brasil por la Intercontinental. La definición fue con un 2-0 bajo la nieve de Múnich y con un empate 0-0 en el Mineirão de Belo Horizonte, que les alcanzó para consagrarse por primera vez campeones intercontinentales. Mientras tanto, con la selección los logros no se detenían. Al revés que en 1972, Alemania ganó la Medalla de Oro de los Juegos Olímpicos de Montreal´76 pero no ganó la Eurocopa, en la que perdieron la final por penales contra le ex Checoslovaquia. De todos modos, los títulos para el Kaiser ya eran más que suficientes para coronarlo con su segundo Balón de Oro (1976).
En 1977, este jugador decidió mudar su fútbol a Norteamérica, tal como era la moda de aquella época. Allí jugó para el New York Cosmos de su amigo Pelé hasta su regreso al fútbol alemán en 1982 (Hamburger SV), previo paso a su retiro en 1983. Para el mundial de 1978 su ausencia, podría decirse, encontró un sucesor en la figura de Daniel Passarella, un zaguero goleador y un líder que bien valió la comparación, en aquel entonces, con el múltiple campeón alemán. De él hablaremos la próxima semana. Hata entonces nos despedimos con estas imágenes de der Kaiser, uno de los mejores futbolistas que ha dado esta profesión.






El Futbolólogo
Beckenbauer vs Passarella
DUELO DE KÁISERES



La palabra Kaiser es la traducción alemana del latín Caesar -César- cuyo significado equivale a Emperador. Remonta a los tiempos del César Octavio Augusto, primer emperador de los romanos. En el lenguaje del fútbol, ser un Káiser significa imponerse en el cuadrilátero verde, llevar la antorcha del equipo en el camino hacia la gloria. Con todo, más allá de los miles de hombres que han honrado a este deporte con su espíritu de lucha, garra y vigor, la palabra Káiser está íntimamente ligada a dos jugadores: el alemán Franz Beckenbauer y el argentino Daniel Passarella.
Por cronología, corresponde hablar primero de quién trajo el apodo hasta aquí. Beckenbauer fue un fenómeno irrepetible, capaz de juntar las mejores características a las que aspira el futbolista completo: técnica, elegancia, liderazgo, visión estratégica, fortaleza física y mental. Un emperador que daba órdenes a los demás -y al que los demás obedecían- con la capacidad de sacar a su equipo de las situaciones más adversas, rearmándolo y marcando el camino en pleno juego.
Nació al poquito tiempo de finalizada la Segunda Guerra Mundial, el 11 de septiembre de 1945, en Giesing, Múnich, por lo que le tocó ser federal una vez repartido el botín europeo entre comunistas y capitalistas. Hijo de un cartero y de una ama de casa, vivió en un barrio obrero de los tantos que se reproducían intentando levantar el país. Su infancia fue pobre y callejera y sus sueños de llegar a ser alguien tan grandes como difíciles de conseguir.
Jugaba de centrodelantero en el TSV Münichen 1860, por aquel tiempo el mejor equipo de la ciudad, hasta que su técnico le dio una bofetada y decidió marcharse al Bayern. Entonces tenía 14 años y siguió camino hasta debutar en primera en la temporada 65/66. Desde ese momento, junto con “Torpedo” Müller, su gran amigo callejero y máximo goleador del fútbol alemán, mas el arquero Sepp Maier, hicieron de un club de segunda división el más grande de su país y uno de los cuatro mejores del continente. Entre los tres ganaron la primera Copa de Alemania en 1966 y para cuando llegó el Mundial de Inglaterra, el seleccionador Helmut Schön lo convocó para la cita. Allí apareció como un “tapado” del equipo nacional en la posición de volante central y una vez comenzado el torneo, el público y los rivales se dieron cuenta que, como diría Eduardo Galeano: “…cuando se echaba adelante, era un fuego que atravesaba la cancha”.


Terminaron segundos en el torneo, detrás de la campeona Inglaterra, luego de una final bastante polémica. Beckenbauer fue elegido, junto con el inglés Bobby Charlton y el portugués Eusebio, como una de las máximas figuras del torneo. Tenía 21 años.
En su país lo nombraron Futbolista Alemán del Año –distinción que le volvieron a dar en 1968- y poco tiempo después circuló una foto de él abrazando el busto de Francisco José, emperador de Habsburgo-Lorena, que la prensa publicó con el título: Der Kaiser.
En el ´67, el Bayern ganó otra vez la Copa de Alemania y en el ´69 lograron repetirla, obteniendo, a su vez, la primera Bundesliga para los bávaros. Con esa carta de presentación Franz y sus dos amigos concurrieron al Mundial de México, donde formarían parte de uno de los equipos más fuertes jamás conocido: Maier; Vogts, Schnellinger, Fichtel y Hottges; Beckenbauer y Overath; Libuda, Seeler, Müller y Lohr. Luego de pasar la primera ronda con gran comodidad, disputaron dos encuentros inolvidables: el primero frente a Inglaterra, por los cuartos de final, remontando un 2-0 que parecía despertar a todos los fantasmas de Wembley. Con un golazo del propio Kaiser -pelotazo cruzado de derecha a izquierda, inatajable- descontaron a los 23 del segundo tiempo y luego Seeler, de cabeza, se encargó de nivelar el marcador. A los 3 minutos del suplementario, Torpedo Müller puso el 3-2 con el que vengaron la final de cuatro años antes.



En el siguiente encuentro, por la semi, debieron enfrentar a los campeones de Europa: Italia. Luego de un gol de Boninsegna a los 8 minutos del primer tiempo, los italianos aguantaron el resultado ante el asedio de los alemanes, que sacudían los palos y el travesaño del arco de Albertosi. Ya pasados los 90 minutos, y con Italia prácticamente en la final, un centro de Grabowski desde la izquierda encontró el pie derecho de Schnellinger, que jugaba en el Milan, y los germanos consiguieron el agónico empate. A partir de entonces comenzó la prórroga más emocionante de la historia de los Mundiales. El partido parecía que no terminaba nunca: marcaba uno y el otro empataba; marcaba el otro y volvía a marcar el primero. Allí Beckenbauer demostró que, a pesar de estar gravemente lesionado, era incapaz de dejar a sus hombres. Jugó vendado toda la prórroga, luego de ser derribado en el borde del área italiana apenas comenzado el segundo tiempo reglamentario. Se había dislocado un hombro. Por primera vez el mundo veía a un jugador de fútbol preferir permanecer en el campo en esas condiciones antes que abandonar el barco.




Alemania quedó tercera del torneo tras vencer a Uruguay con un 1-0 bastante pobre. Aquel partido, en el que Beckenbauer no pudo estar por la nombrada lesión, significó el último de Uwe Seeler como capitán del conjunto nacional. Sin saberlo, comenzaba para el Kaiser una etapa más que gloriosa en la que los alemanes jamás bajarían de ese puesto.

continuará...

El Futbolólogo
Pelé y Maradona
… SOLO ELLOS DOS
-segunda parte-


Pelé fue el mejor. Maradona fue el mejor. Pelé era un gran músculo fibroso capaz de doblarse hasta límites increíbles y volver a su posición normal con la belleza y la elegancia que su cuerpo moreno regalaba en cada movimiento. Diego era un músculo compacto con imagen de roca indestructible, que sin avisar escapaba de ese metro sesenta y seis y tomaba mil formas futbolísticas a partir de su gambeta e ingenio.
Pelé era el mejor. Cabeceaba con una precisión y violencia propias de un especialista, que no era. Saltaba como nadie. Anticipó en tiempo y sorpresa, y en un rectángulo mucho más grande, a otro monstruo del deporte: Michael Jordan. Quien hoy ve “quedar” suspendido en el aire a Jordan y se admira con razón, es que nunca vio a Pelé sostenerse en la nada y hasta girar con la pelota pegada al pecho.
Pelé era un equipo dentro del equipo, porque podía ganar él solo un partido. Pero era el eje del equipo y el más solidario, porque se convertía en una rueda de auxilio de cualquiera. Lo empujaban su exultante físico y su capacidad aeróbica fuera de lo común. Lanzado desde mitad de cancha y decidido a gambetear, era imparable. Lo hacía con todo el cuerpo y dejando que la pelota rodara sin tocarla. Le bastaba mirar a los ojos a sus rivales para hipnotizarlos. Sus dos perfiles en el pie derecho lo hacían tocar la pelota con un efecto llamativo. Le pegaba muy fuerte con derecha e izquierda. Era completo.
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Maradona era el mejor. Jugó siempre con un solo pie y se sostuvo en una sola pierna: la zurda. Ese “defecto” en lugar de condicionarlo lo elevó mucho más. Era el doble que los demás y se la jugaba con la mitad. Y agudizaba su ingenio. Como cuando utilizaba la rabona al desbordar por derecha y quedaba obligado a meter el centro desde ahí. No hay derecha. No importa, si la zurda, que es la que sabe todo, también puede cruzarse detrás de la de palo. Como en la asistencia a Ramón Díaz ante Suiza, en Córdoba, en un amistoso un 16 de diciembre del 80.
También Diego era un equipo dentro del equipo. Podía ganar un partido él solo. Pero siempre se entregó abiertamente a favor de los otros diez en cada partido. Diego era una gambeta continua, una pluma con varios filos que dibujaba trazos finos y gruesos a pura velocidad y sin margen de error. También ese pie zurdo enviaba encomiendas a cualquier distancia y sin riesgo para el destinatario. Pocos jugadores tuvieron ese tercer ojo en la nuca para tocar sin mirar pero sabiendo que alguien aparecería. Diego tuvo un tercer ojo conectado a “dos” cerebros y alimentado por un corazón de tres cuerpos. Todo en él era privilegiado.
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Pelé era el mejor. Jugó con los mejores para su equipo, en el Santos y en la selección brasileña, algo que para muchos lo favoreció en una supuesta carrera comparativa con Maradona, si se pudieran superponer las épocas. Pero si es verdad que el Negro estuvo rodeado de estrellas y entre ellas fue el mejor, también debió enfrentar a los más grandes, esos que son irrepetibles. Contemporáneos de él fueron Bobby Charlton y Bobby Moore, los alemanes Schnellinger y Beckenbauer, el italiano Facchetti. Jugadores de otro nivel y en muchos casos, marcadores implacables en su perfección.
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Maradona fue el mejor. Jugó en una época donde su estrella brillaba infinitamente más que cualquier otra de cualquier nacionalidad. Pero Diego debió intentar lo suyo siempre de "visitante" y en inferioridad de condiciones. Y prevaleció. Salió de un equipo chico y lo puso en la pelea con los grandes. Y dejó un residuo que hasta llevó a Argentinos Juniors a jugar una final intercontinental con la mismísima Juventus. Llegó como inmigrante futbolístico a España y brilló jugando, viajó en esa condición a Italia y jugó brillando. Hasta le hizo ganar títulos a un equipo condenado a bajar la vista históricamente por estar muy al Sur, el Nápoli. Nunca recibió más protección que su propia valentía dentro de una cancha, la gran convicción en su juego y su predestinación.
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Pelé fue el mejor. Y como tal lo buscaron siempre para cazarlo. Tras su aparición fulminante en Suecia no pudo completar el Mundial 62 por lesión. En el 66, en Inglaterra, hubo una silenciosa conjura europea para sacarlo del medio. Los lujosos húngaros y los habilidosos portugueses lo golpearon hasta quebrarle la ilusión. Especialmente los compañeros de Eusebio, en ese cuádruple fusilamiento que terminó descargando la artillería sobre el muslo derecho. El orgullo de Pelé lo dejó dentro de la cancha, pero herido de muerte. Cuando en México 70 hubo jueces justos, Pelé deslumbró. Gambeteó más que nadie, hizo genialidades y goles sin que nadie abusara de la impunidad del golpe o el freno antirreglamentario.
Maradona fue el mejor. Ya lo era en el 82, con apenas (21) años, y no extrañó la consigna con que salió a marcarlo el italiano Gentile, que lo golpeó, lo empujó, lo conversó y le pulverizó las fuerzas ante la pasiva complicidad del árbitro. Otro hombre de luto expulsó a Maradona contra Brasil, en ese Mundial, por reaccionar, refrendando la mayor injusticia del fútbol con los creadores. Algo de todos los tiempos. Pero cuando en México 86 los jueces fueron justos, Diego cautivó a todos y repatentó la magia. La “apilada” pasó a llamarse Maradona, por esa jugada ante los ingleses. Diego no tuvo frenos ni hubo asociaciones –futbolísticas- ilícitas para romper su juego antirreglamentariamente.

Pelé y Maradona fueron distintos técnicamente. Podrían haber jugado juntos. A pesar de que en el mundo aún hoy, se pretenda establecer una comparativa búsqueda de cuál fue el mejor. Los dos lo fueron. Cuando en la Argentina no se acostumbraba andar con camisetas de fútbol como remeras de paseo, en los años 70, los únicos de avanzada que se veían llevaban la verde-amarilla con el 10 en la espalda. Diego fue admirado en Brasil como Pelé lo fue acá. Hoy un moreno aparece en el Maracaná con la camiseta argentina con el número 10, en el Brasil – Argentina del (…) 29 de abril y nadie se sorprende.
Es vendedor jugar con la pregunta sobre cuál fue el mejor. Es propio del fútbol comparar y pontificar sobre cuál fue el mejor. En cualquier lugar del mundo una discusión de fútbol empieza y termina igual. Pelé fue el mejor. Maradona fue el mejor. Tienen razón. Los dos tienen razón.
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Extraído de los textos "Ellos dos. Solo ellos dos" de Jorge Goötting y "El Mejor y el Mejor" de Julio Marini, publicados para El Libro de Oro de los Mundiales, Diario Clarín, Buenos Aires-1998, adaptados para este blog.
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El futbolólogo
Pelé y Maradona
ELLOS DOS...



El pueblito tiene nombre de club de barrio, olor a potrero y sonido de fútbol, casi una premonición: Tres Corazones. Es poco más que una aldea del estado brasileño de Minas Gerais, una rica región con diversificada producción. Pero en Tres Corazones, entonces y ahora, solo se producía gente pobre. A las tres de la mañana del 23 de octubre de 1940 nacía allí un niño, sin pan bajo el brazo y con el protocolo previsible de un futuro de penas y olvido. Su cuna fue una choza con techo de paja y paredes de cartón y lata, diseño sucinto de las viviendas de una villa de pobres. En Río, ya las llamaban “favelas”, pero en el país verde e interior del Brasil, pauperizado por las consecuencias de la Segunda Guerra Mundial, eran las casas comunes, no merecían mote descalificatorio, correspondían a la común realidad. El niño negro, flaco, escueto, es bautizado como Edson. Edson Arantes do Nascimento. Subrepticiamente, por esas piruetas del destino, se estaba abriendo un cuaderno para iniciar una historia.
Infancia obvia, de navidades tristes y ausentes Reyes Magos, con escuelas lejanas y módicas, el niño aprendió todos los ceros que ignoraba. A falta de entrenamiento, se alió a una pelota, hizo del campo afuera y del baldío su residencia habitual.
A los doce años es un adolescente a medio hacer. Trabaja en una estación de servicio en un pueblo cercano, Baurú, y sus amigos lo apodan “Gasolina”: a los 15, con hazañas futboleras que se agigantan en la geografía, debutará en Primera y merecerá el apodo que lo distinguirá para siempre. Será Pelé, el rey del fútbol, el mejor, el inaugurador y codificador de formas y estilos. Dinamizará la actividad, la extenderá hasta límites insospechados, llamará a exageraciones pergeñadas por millones de aficionados, convocará a miles de detractores. Dará identidad mundial a una institución casi desconocida, el Santos; llevará a un país entero a la vidriera mágica del deporte y del talento.
Porta Pelé, ya, un físico importante, lustroso, compacto, con flexibilidad de caña al viento, con el movimiento coreográfico y silencioso de un mimbre. Entre los genes y el trabajo atlético se ha modelado un cuerpo perfecto para la práctica del fútbol. Tiene un cogote para sostener dos cabezas y una cabeza para ver toda la cancha. Ojos en la espalda, intuición para el peligro físico, coraje para enfrentarlo. Los golpes que recibió en la cancha desde niño, escarapelas que da la habilidad, lo hicieron taimado, temido por la dureza de sus codos, capaces de provocar estragos en cada salto. Marca los límites a sus adversarios, los pone en situación sin gritos, sin denuncias, sin quejas. Recibe y devuelve, a veces con buen interés. En el ´58, en Suecia, tiene 17 años y lanza su primer órdago a lo grande. Sería irrespetuoso pretender que él gana ese mundial, pero el mundo comienza a creerlo así.
En el destemplado invierno del ´58, la familia Maradona sigue las alternativas de ese Mundial desde la radio, un pequeño y único lujo que se permiten en un símil de casa que ocupan en Villa Fiorito, instalada donde el barrio se subleva. Comparten la sensación catastrófica que invade al país futbolero por la confrontación con la realidad, producen una acerada radiografía de la derrota. Seguramente eligen a Pelé como símbolo sobreviviente del naufragio de un estilo que se extinguía para siempre, el fútbol casi amateur practicado con la prepotencia solitaria que da el talento y con ausencia de la preparación atlética. Los Maradona y los miles de Maradona que seguían el fútbol tienen ya un referente, Pelé, el muchacho que llegó desde la nada, desde la frustración, desde el vaticinio funesto. Sería Pelé el emergente de una situación ideal, el ídolo sudamericano que defiende la bandera continental y que opone su capacidad maravillosa a la tenacidad del fútbol allende los mares.
Dos años después, el 30 de octubre de 1960, nacerá el primogénito, bautizado como Diego Armando, purrete de Domínico a quien lo esperará otra porción de la historia. Lo acerca y lo separa de Pelé toda una generación en tiempo calendario. Veinte años y una semana, con rigor de almanaque.
Si Pelé fue la magia, el ingenio, la chispa y la sorpresa, Maradona será la revelación, el mito, la llama, la picardía, la alegría y la consecuente tristeza. Fue el heredero y, se sabe, lo que se hereda no se roba.
Pelé fue una entidad instalada en la imaginería, detonada por el fervor de transmisiones que describían una épica malabar, a veces demasiado grande como para trasladarla al vocabulario. Pelé fue un suceso repetido como letanía, con fidelidad de feligreses, boca a boca. Sus goles marcaron hitos futbolísticos, como que el fútbol fue distinto a partir de Pelé. Fue una institución aceptada devotamente, sin incrédulos. Esa noción de perfección negra multiplicó el interés por el juego, hizo estallar vocaciones en el África, despertó del letargo a los norteamericanos, impuso al fútbol como deporte uno.
Maradona fue un hombre real, una presencia cercana y cotejable, un mito erigido en la globalización, en la era de las comunicaciones, instaurado en la pantalla concreta de la televisión. Fue el máximo referente deportivo de fin de siglo porque su hazaña fue seguida en vivo, carece de afeites y de cosméticos, está allí para ser paladeado en seco, cuando declina el entusiasmo que hace perder el sentido de la proporción.
Productos de dos mundos parecidos, ambos son dueños de distintas sobrevidas. Pelé, por estilo, por el peso de su personalidad y por la imposición muda de su pueblo, se prolongó con mansedumbre, es hoy un señor severo, con incipiente pancita, apoltronado en la comodidad de la política deportiva. Habla suavemente, pero se lo escucha desde lejos, arrastra el perfil de la gloria y cierta hipocresía de una vida ejemplar. Consolidó su prestigio, se adecuó al retiro, a un retiro muy poblado. Sigue almacenando aplausos y pocos enemigos; hoy es un emblema abandonado entre las nubes. Discretamente, ofrece su mano caliente y cansada en el mundo burgués del deporte, pero, cuando lo tocan, elige un tono obispal para defenestrar toda posibilidad de oposición a su reinado; receta moralejas que infunden un sudor frío.
Maradona, menos gaseoso, más sanguíneo, todavía pelea, se niega al monumento. Tiene intacta la pasión, está vivo, pero juega tiempo de descuento. Sobrevivió a las alternativas de una vida bien regada, pero el pasado siempre acaba dando señales de vida. Hoy es víctima de sus compresibles ambigüedades y lucha como puede frente a los fantasmas que asaltan al hombre en la cercanía de los (cincuenta): la evaluación descarnada de ciertos fracasos, la catarata de carencias que se desparraman acompañadas de cambios físicos y de ideales traicionados, la percepción de la fugacidad.
Inconformista, desobediente, contradictorio como un peleador de barricada, convoca a juicios rápidos y poco generosos, a ciertas incomprensiones producto de pensamientos lineales, para nada caritativos. A diferencia de Pelé, mantuvo intactas las mejores conductas de barrio: fidelidad a sus primeros afectos, devoción por su familia de origen. También sostuvo las banderas de su rebeldía para con todas las formas de poder y se convirtió, sin pretenderlo, en la bocina parlante del argentino averiado, del argentino sin voz que sólo intenta descifrar algunas de las preguntas sin respuesta que la realidad le impone cada día.
(…) Tiempos de ceniza y penitencia, en cuyo marco los recuerdos, los caminos y los sueños son tan fugitivos como los años. Hay que tener buena madera para soportarlo todo, hasta el amor y el éxito. Esa misma TV que fue protagonista directa de sus hazañas se transformó en el medio para el descenso. Frontal, impetuoso, con la acción delante del pensamiento, Maradona conformó desde la pantalla sus momentos más negativos, a veces flagelado a carcajadas en programas-basura. No hay redención para los hombres duros, pero su partido aún no ha terminado, hay tiempo para la última grandeza.
(...) Bajo el signo sensato y pausado de Pelé y con los lemas vitales y enérgicos de Maradona, el fútbol se inclina respetuosamente ante sus dos emperadores.

continuará...


El Futbolólogo