Willam y Johan
PRÍNCIPES HOLANDESES
DEL BALÓN


Esta es una historia que duró tan solo cuatro años, desde 1970 a 1974, un período relativamente corto para que un país se convertiría en el más importante de su época, futbolísticamente hablando. Y como andamos con rigor de almanaque ponemos al 6 de mayo de 1970 como la fecha clave para darle inicio, porque fue aquel miércoles por la noche cuando el Feyenoord, club del barrio obrero de la ciudad de Rótterdam, obtuvo la primer Copa de Europa para su país, Holanda, con un 2-1 final frente al Celtic Glasgow escocés. El gol de la victoria, que cayó recién en el minuto 27 de la prórroga, multiplicó el festejo por los cientos de hinchas que habían viajado en tren hasta Milán para presenciar el partido, en tanto que otros miles, que se quedaron en casa siguiéndolo por TV, se emocionaron de ver como, en un país donde el fútbol era un deporte prácticamente residual, un equipo suyo se coronaba campeón europeo por primera vez. Pero la alegría duró bastante poco, vamos a decir, ya que en los meses siguientes quedaron eliminados de la misma competición a la que acudían como defensores del título. Igualmente, no se amedrentaron y viajaron en agosto para la Argentina a disputar contra Estudiantes de la Plata la Copa Intercontinental. El primer partido fue empate 2 a 2 en la cancha de Boca y a su regreso, en el Estadio “De Kuip” de su ciudad, el Feyenoord consiguió la victoria 1-0 con la cual pudo curar las heridas. En esta etapa de recobro de la moral del equipo, fue fundamental la participación de un jugador, Willem van Hanegem, quien contagió con su garra al resto de sus compañeros.


"Wim" era un formidable 5 - 10 (mezcla de la tenacidad de Matthaüs con la potencia de Ballack) con un dominio del balón y un pase-gol inigualables. Sus tiros libres parecían lanzamientos de basquet al ángulo y su cabezazo - rara vez se vio algo mejor - era una estocada matadora para los arqueros rivales. Con él el juego era sencillo. El compañero solo tenía que buscarlo y ya se ubicaba a sí mismo. Siempre parado en el punto más central de la línea media - casi por donde se hace el saque mismo - abría el juego con pases precisos que, si llegaban a darle tiempo, iba a buscar al área como el mejor goleador que era. De carácter introvertido, su temperamento lo hacía temerario en el medio juego y su visión estratégica, que le brotaba natural de solo calmarse un poco, jamás encontró herederos ni en el Feyenoord ni en la selección holandesa.





El club roterdanés ya jugaba “fútbol total”, una nueva manera de mover el balón en la que prevalecían los roles sobre los puestos. Pero se sabe que los primeros en desarrollar este estilo fueron los jugadores del Ajax de Ámsterdam cuando, en 1965, se había hecho cargo del equipo el técnico “Rinus” Michels. El “método Michels” básicamente hacía referencia a que todos los jugadores del equipo podían atacar o defender ya que, si bien tenían sus posiciones dentro del campo, no se ajustaban a ellas. Pero el fútbol total no se hubiera conocido nunca a no ser por un extraño jugador que combinaba como nadie el estallido veloz de Di Stéfano con la gambeta de Pelé. El Nº 14 del equipo de la capital era un flaco desgarbado y rebelde capaz de moverse por todos los sectores del campo prácticamente a la vez. Su estilo contradecía un poco las leyes del fútbol. El Johan (Cruyff) de nuestra historia, conquistó con Ajax su primer Copa de Europa el 2 de junio de 1971, luego de vencer por 2 a 0 al Panathinaikos del entrenador Ferenc Puskas, vieja figura del fútbol europeo, en el legendario estadio de Wembley. Los ojos del mundo estaban fascinados con el fútbol envolvente, abierto y de ritmo vertiginoso de este bailarín que consiguió el Balón de Oro con engaños ambidiestros, divirtiéndose como nadie a costilla de sus rivales.





A pesar de contar con el genio inagotable de Cruyff, Ajax no quiso jugar la Intercontinental y ya para 1972 el buen Rinus se alejó del club tras una jugosa oferta del FC Barcelona. Stefan Kovacs, un rumano que supo reproducir la fórmula al pie de la letra, le sucedió en el puesto y juntos lograron el bicampeonato europeo luego de sobrepasar fácilmente en la final al Inter de Milán por 2-0, en un partido en el cual (como se vio en el video) no pudieron parar Johan ni con marca personal. Esta vez sí decidieron jugar la Intercontinental y la ganaron, luego de empatar 1 a 1 con Independiente de Avellaneda, en Argentina, y con la victoria por 3 a 0 en Ámsterdam. Sin embargo, aquel grandioso logro deportivo no le alcanzó a Cruyff para obtener por segunda vez el Balón de Oro - se lo dieron a Beckembauer, capitán de la selección de Alemania Federal campeona de la Eurocopa´72 -. Pero en la siguiente edición del torneo (1973) Ájax fue otra vez la principal atracción tras derrotar al CSKA Sofia, al Bayern de Münich, al Real Madrid y a la FC Juventus en la final, que poco pudo hacer contra la energía atómica que generaban los holandeses al mover el balón. Con un tempranero gol de Johnny Rep, el Ajax simplemente tuvo que mantener la posesión de la pelota hasta el final del juego y, después de 90 minutos de fútbol de un solo lado, la copa europea fue suya por tercera vez consecutiva. Otra vez se negaron a jugar la Intercontinental e idénticamente, como ocurriese en 1971, un nuevo Balón de Oro le fue entregado a Cruyff. Para la siguiente temporada, Johan fue transferido al FC Barcelona de España en donde se reencontraría con su maestro Rinus Michels. Ese fue el final del período más glorioso del fútbol holandés a nivel de clubes. Fueron cuatro campeonatos europeos seguidos y dos Intercontinentales. Wim van Haneggem y Johan Cruyff se reencontrarían en el equipo nacional para conseguir, entre los meses de junio y julio de 1974, la máxima gloria para su país: el ser recordados protagonistas del fútbol total de aquella famosa "Naranja Mecánica" del Mundial Alemania ´74. Pero eso, como ya saben, merece un capítulo aparte.


El Futbolólogo


Historia del Hincha
RACING CAMPEÓN
2001


"Del dolor y de la fiesta", por Hernán Casciari.

La noche del 27 de diciembre de 2001, una semana después del caos, ya habíamos tenido cuatro nuevos ex presidentes, y yo buscaba con desesperación, en Barcelona, un bar con TV satelital para ver a Racing salir campeón en un país que se estaba cayendo a pedazos. Recuerdo el bar, casi vacío. Dos españoles mirando esa final como quien ve llover, un camarero aburrido y con sueño, y un chico argentino, desgarbado, envuelto en una bandera celeste y blanca, sentado solo en una mesa, agarradito a una botella de cerveza Damm. Cristina y yo nos acodamos en la barra. Afuera era invierno cerrado: la temperatura no hacía juego con las tribunas que mostraba la tele, con la hinchada enloquecida y en cuero, revoleando las camisetas en el otro continente.
Había sido una semana muy rara. El día 20 me desayuné con una portada en la prensa: «Saqueos en Argentina», y el 21 con otra peor: «De la Rúa dimite en medio del caos». Desde entonces, en los informativos no se habló de otra cosa más que de la debacle de un pueblo. Los españoles me preguntaban por mi familia, si estaban bien, si les había ocurrido algo. Los taxistas, al escuchar mi acento, querían saber cómo era posible, un país tan rico, gente tan culta. Argentina se estaba yendo a la mierda como siempre: es decir, más que nunca. Pero esta vez yo no estaba ahí para sentirlo.
Nunca pensé que sería tan triste el fútbol. Desde que tengo uso de razón, uno de los milagros que más deseé en la vida es que Racing saliera campeón mientras viviera mi padre (confié siempre en su longevidad mucho más que en el equipo), que pudiéramos verlo juntos como lo vimos descender en el 83, como lo vimos resurgir un año después, contra Lanús en cancha de River. Ver juntos a Racing campeón, en el sillón de casa o en la cancha, y después ir a una plaza a gritar, a tocar bocina por las calles de Mercedes; eso quería yo.
A diez mil kilómetros, tan lejos y tan cerca del milagro, mis ojos miraban el monitor – aburridísimo partido – pero estaban en otra parte: mi vieja trayendo el mate, yendo y viniendo de la cocina al comedor, preguntando «cómo van»; mi papá en su sillón de siempre, mirando la hora, puteando al idiota que llama por teléfono (mi papá piensa que si alguien llama por teléfono en medio de un partido trascendente, es mujer o es gay). Y después mi sillón vacío. No podía dejar de pensar en mi hueco sin nadie, y me molestaba en el hígado saber que mi viejo tampoco estaba disfrutando porque le faltaba algo. No podía dejar de pensar que todo el mundo estaba en su sitio menos él y yo.
Cuando el juez señaló el centro del campo y pitó el final, Racing había salido campeón después de treinta y cuatro años. Yo tenía treinta, y un nudo en la garganta del tamaño de un pomelo. Automáticamente agucé el oído para empezar a oír los bocinazos de los coches en la Gran Vía. El silencio fue como un cachetazo. El chico argentino, desgarbado, que había moqueado en silencio durante todo el partido, ahora metía la cabeza entre los brazos y se hundía en el llanto. Pensé que seguramente también pensaba en su padre, en esas ironías.
Entonces miré al camarero y al dueño del bar, a ver si me hacían un guiño, pero lavaban las copas y miraban la hora esperando cerrar, como si en ese pitido arbitral no hubiese cambiado el mundo para siempre. Me acuerdo como si fuera ahora: mientras un comentarista hacía el resumen del partido por la tele, me puse de espaldas a Cristina para que no me pensara un maricón, para que no me viera llorar ni creyera que el fútbol, esa tontería, podía hacerme sufrir.
Lloré de cara a la pared, en un lugar del planeta donde Racing no era nada. Nunca – ni antes ni después – me había sentido tan lejos de todo lo mío, tan en orsai, desesperadamente solo. Lejos como nunca del dolor y de la fiesta.



Extraído del libro:

"España Perdiste", de Hernán Casciari (Barcelona - 2007).



El Futbolólogo